jueves, 10 de julio de 2008

CAMPO, GOBIERNO Y PERIODISMO

Esta nota del docente de la UBA Daniel Mundo fue publicada en el diario Página 12 el martes 8 de julio.

Tomar la palabra

En la puja entre el Gobierno y los representantes del campo se evidenciaron diferentes modos de hacer uso público de la palabra. Dar cuenta de estos modos trazará un mapa del territorio político argentino. El discurso meditado y elocuente de Cristina se ubica en un extremo. Asume rasgos insulares, aunque fue sin duda el discurso más contundente. Es cierto que el aire intelectual de sus metáforas molestó a algunos. Sin embargo, cada vez que tomó la palabra rediseñó el terreno de juego, y el enemigo tuvo que repensar su táctica. La salida que propuso para el diálogo de sordos en el que se había hundido la discusión fue la mejor de las salidas posibles.

En el otro extremo se encuentra el discurso de un personaje como De Angeli, agujereado por errores de sintaxis y bromas campestres que le proporcionan una aureola de inocencia: “Soy un trabajador del campo, mi oficio no es hablar y si hablo es porque la patria me lo exige”. Finalmente toma la palabra y su opinión es una de las centrales en la contienda. El coro que lo alienta sigue el tan-tan de la cacerola, que con lógica efectista aboga por principios abstractos indiscutibles (hay que erradicar el hambre). ¿La usina? Los medios de masas y la oposición política (a esta altura afónica de no tener propuestas), que como un parásito se alimenta de la primera protesta que huele.

Para llegar a la calle, indignado, el espectador atravesó una serie de voces que lo fogonearon. La de los teóricos y especialistas es la menos influyente. Su explicación, que critica con jerga certera prácticas del periodismo contemporáneo, también necesita un culpable. Aunque rodee sus argumentos con palabras sesudas, en el manual de lectura que aparecerá de “Cómo Leer al Multimedio Clarín” habrá varios capítulos dedicados a evidenciar sus mentiras. No faltan comisiones ad hoc denunciando los intereses ideológicos que ocultan en sus discursos algunos medios. Resucitó, además, un novedoso debate sobre el lugar que éstos deberían ocupar en la sociedad.

Más influencia que el especialista tiene el discurso mediático, una máquina de procesar novedad y sentido común. En cómo alguien construye la noticia y con ella el acontecimiento, y en cómo alguien la lee y a partir de lo que lee y observa abre un juicio, se juega el clima político del país. Pero ¿quién, en la actualidad, construye la noticia? En parte, como ayer, es el diario o el canal de televisión, con sus manuales de ética periodística y de estilo, el que marca los límites de lo que se puede decir: el pacto de lectura con sus compradores performa la producción de la nota. En parte también es el periodista que escribe o que espera en estudios la noticia que llega de la calle para comentarla, pues el que habla en cámara o escribe no obedece ciegamente comunicados emitidos por un poder central que arengaría a sus empleados: hay una convicción política detrás de sus opiniones, que suelen convertirse en amenazas o consejos (el problema, entonces, se plantearía en el interior del gremio, ya no con la patronal). La argamasa de la noticia, sin embargo, proviene de una nueva figura, el escalafón más bajo y el puesto laboral más reciente de la profesión periodística. El movilero.

Hay diferentes estilos de movilero, aunque el oficio impone algunas normas básicas. No es un periodista, o por lo menos no es el periodista que urgido por el tiempo tiene aún contados minutos para pensar su nota. El movilero no tiene tiempo: escribe en vivo, frente a la pantalla, cuando entrevista a una figura y le hace decir aquello que redobla la apuesta que hasta ese momento se venía jugando. Es como un croupier que incentiva a los jugadores. Y los jugadores, aquí, son adictos.

El movilero tampoco tiene palabra: es un mediador puro que soñaría con borrarse en el mismo acto de transmitir, como si sólo tuviese una vida mediática. Lo que le interesa no es defender una opinión sino que el entrevistado diga algo que sea lo más transgresivo posible. Por lo tanto el retruque reflexivo es un lujo: sus preguntas, que son las que haría el sentido común, deben tener la efectividad de un cross a la mandíbula. Cuando el entrevistado dice una estupidez, no tiene ni tiempo ni palabras para pensar por qué a veces la estupidez es peligrosa: necesita una imagen sensacional, una palabra rimbombante. Es el espectador-actor que participa del evento en el mismo momento en que trata de capturar al evento en su autonomía e inmediatez. Es un actor que actúa como si no actuara. Sus (no) intervenciones son las que calan en el público receptor, formado como está por shocks de información y tandas publicitarias (durante los cien días de paro agrario Clarín anunciaba en una misma página el desabastecimiento de las ciudades y las ilimitadas ofertas de electrodomésticos).

El movilero es la vanguardia del nuevo periodismo, pero también el talón de Aquiles del sistema político del futuro, que se bambolea con los embates que producen sus preguntas. Como no habla, no miente, aunque su verdad da miedo.

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